Si, después que yo muera, se quisiera escribir mi
biografía,
Nada sería más simple.
Exactamente poseo dos fechas: la
de mi nacimiento y la de muerte.
Entre una y otra todos los días me pertenecen.
Fernando Pessoa
Corría el mes de Marzo del año de gracia de 1973 cuando vino al mundo un Ilustrísimo mariñán. El cuadragésimo aniversario exigía una celebración a la altura de tan egregio acontecimiento. Lisboa fue la víctima escogida. Una selecta representación de los cuerpos mariñanes de élite acompañaría a nuestro protagonista en su aventura, de miércoles a domingo. No porque sea el tiempo que tarda la sangre en saturarse de bacalao y vinho verde, ni por ser el período a partir del cual tienes que llamar a casa para que te manden más dinero; sino porque son los días en que Easyjet tiene conexión directa Asturias-Lisboa. Posiblemente a la hora de leer estas líneas será un "eran" más que un "son", ya que está previsto cesar el vuelo de los miércoles a mediodía. Un pasito más para convertir el antes conocido como Aeropuerto de Asturias en la Pista para pasear jubilados de Ranón.
Miércoles, 27 de Febrero
La primera sorpresa positiva del viaje se produjo antes de despegar: el nuevo
aparcamiento en las cercanías del aeropuesto de Ranón, con servicio de recogida y entrega de los coches a las puertas del mismo y con el vehículo durmiendo a cubierto. Sus tarifas: 6 € los tres primeros días y 5€ a continuación. Su teléfono: 984 150 101. He de reconocer que tenía la mosca detrás de la oreja imaginándome a alguien despidiéndose mientras me birlaba el coche. Para evitar esto también es posible dejarlo directamente en el aparcamiento y que te transporten a la terminal.
El vuelo transcurrió sin novedades y, gracias al giro para enfocar la pista de aterrizaje desde el sur pudimos disfrutar de las vistas de Costa Caparica y del Tajo hasta Lisboa. Tránsito en Metro mediante, comenzamos a disfrutar de una de las características de Lisboa: las interminables cuestas empedradas. Un pequeño martirio para los pies. Una tortura yendo con maleta. Maleta que quedó alojada en el
Hotel Nacional, más que correcto y bien comunicado via Metro (Estación Marqués de Pombal). El único pero, que el Wifi solamente era accesible desde recepción. Las habitaciones bastante amplias, sobre todo siendo dobles de uso individual, que
ya se sabe...
Tras la comida, caminata que nos llevó a uno de los famosos miradores que regalan espectaculares vistas sobre la ciudad: el
Miradouro de São Pedro de Alcântara. Y a su vera, el
Elevador da Glória. Se cerró la tarde con la vista de Mãe d'Águas y su acueducto. No sin antes reponer las fuerzas que no habíamos perdido con un vino en el
Solar do Vinho do Porto y los típicos
pasteis de nata en la pequeña confitería
Doce Real. Acabamos en ésta después de haber estado buscando la recomendada por la guía de Lonely Planet. La habíamos visto antes con el comentario "ah, mira qué buena pinta esos roscones de reyes de hace dos años...", así que no era plan entrar. Pero lo hicimos, comprobamos que los pasteles tenían más pinta de estar para un museo que para una pastelería y huimos buscando una alternativa.
Después de un breve paso por boxes, tocaba la cena en el
Chafariz do Vinho, un restaurante-enoteca ubicado en un antiguo depósito de agua, de gruesos muros de piedra. Había estado hacía más de 10 años disfrutando de uno de sus menús (varios platos, cada uno acompañado de un vino distinto). La comida a las 16.00 y los pasteles vespertinos no invitaban a otra panzada, así que optamos por unas raciones. A destacar, y mucho, la tosta de queso con miel y limón. Y el postre, un
crumble de manzana. De sobremesa, a escasos metros
pudimos pude disfrutar en el
Hot Club Portugal de un concierto de Jazz de su orquesta.Como la música y las copas no gozaban del aprobado general (se quedaban en el particular), cambiamos de parroquia. A unos 300 metros, una de las visitas obligadas en Lisboa según todas las guías: el
Pavilhao Chinês, un espectacular bar ricamente decorado con una amplia colección de todo tipo de juguetes y cachivaches. Entrábamos comentando lo amable que era todo el mundo tanto en los locales que visitamos (especialmente en el Chafariz) como a la gente que preguntamos por la calle, cuando nos topamos con la excepción que confirma la regla. Servicio malo, tirando para peor. Supongo que es lo que tiene tener clientes de sobra.
Jueves, 28 de Febrero
El plan para el siguiente día era abandonar Lisboa en barco, hasta Cacilhas, para almorzar por allí. Después de un paseo desde Terreiro do Paço (oficialmente Praça do Comércio) hasta Cais de Sodré, gracias de nuevo a la obsoleta referencia de la Lonely Planet, nos embarcamos en el ferry que nos cruzaría el Tajo. Si bien cumplía su función, parecía más apetecible un moderno catamarán que pasaba de vez en cuando. De hecho, despertaba cierto recelo, con comentarios del estilo "verás cuando salgamos y se ponga en modo submarino. Y por sólo 4.90€". Bueno, el caso es que llegamos a Cacilhas. Y de ahí, al
Santuario del Cristo Redentor (con el autobús 101), que además de regocijo del espíritu religioso (o en ausencia de éste), ofrece unas increíbles vistas panorámicas a 360º de Lisboa y toda la región al sur del Tajo.
A falta de referencias gastronómicas en la localidad, nos la jugamos al "tiene buena pinta" en la pantalla de la Oficina de Turismo de Cacilhas. Y cantamos bingo. Gran acierto:
Amarra o Tejo, en los jardines del Castillo. Deliciosa comida, mejor vino, insuperables vistas. Todo bueno, desde los entrantes (deliciosas truxinhas de queso de cabra y miel), el peixe galo (
pez de San Pedro) y la tarta de manzana de postre. Y lo panecillos recién hechos. Y el vino,
Eminência. Después bajada hasta el río a bajar la comida por el paseo fluvial. A un lado el Tajo y las vistas de Lisboa; al otro, destartalados almacenes. Hasta el Ferry que nos llevaría de vuelta a la ciudad. Para hacer pausa esta vez en el
Café A Brasileira, otro de las supuestas referencias a visitar. Bonito y con una escultura de Pessoa en la terraza. Punto.
Al atardecer, seguimos el consejo de probar la
ginja, un licor de guindas, dulzón y más espeso que el patxarán. Lo hicimos en la
Ginjinha das Gáveas, donde tuvimos una pequeña confusión con una traducción y el simpático camarero nos explicó que las
meninas hoy en día sólo se podían contratar llamando a los números que aparecen en los periódicos. No, no era eso... En busca de un restaurante "fadero" dimos con la vinoteca
The Old Pharmacy, un agradable lugar para disfrutar de un vino, atendido por un personal muy amable. Como Rafael, que nos instó a probar
O Faia, para disfrutar de un buen bacalao a la vez que un concierto de fado en directo. Insuperable consejo. Quince minutos de actuación, quince minutos de pausa, con tres cantantes distintos. No hubo falta alegrarse con el
vinho verde para que la comisión mariñana agasajase a cantantes y guitarristas con eufóricos bravos y olés (y un
replay de actuación con el móvil...). Y eso porque no se podía aplaudir a los cocineros. Superior. Gambas al ajillo con guindilla, portobello (uno que ocupaba el plato) con requesón, bacalao... Así
fartuquinos en cuerpo y alma acabamos la cena, con una escena tipo Los Soprano, actuación en directo y cuatro tipos en una esquina del bar como únicos espectadores.
Ya que estábamos allí había que conocer la noche lisboeta. Así que nos dejamos caer por los empedrados hasta la
Pensão Amor que parece ser uno de los sitios de moda. Decoración destartalada y buena música. De las copas, pitos y aplausos. Fue una constante del viaje las quejas sobre el tamaño del hielo de las copas y la continua referencia a las cajas que acunan a los pescados en las lonjas (traducción libre de
"esto ye como el del pescado que vende Juanón, solo y-falten les escames", una vez filtrados los improperios varios). Ya de vuelta y esquivando
dealers (se extrajo un buen eslogan del tema: "Lisboa, si no te drogas es porque no quieres..."), cogimos uno de esos milenarios (en kilómetros) taxis. Un mercedes con más vueltas de cuentakilómetros que la bola del telediario (aka
Pilarona). Y hacia el hotel, por las calles de adoquines a una velocidad de vértigo. Que se quedó en velocidad absurda cuando vimos que íbamos a 40-50. Pero la sensación cinética, que diría Mario Picazo, acojonaba.