Día 1. Nantes.


Y arrancó el viaje con una pseudo-planificación (visitas obligatorias - días en total, sin reservas, con total sinceridad) y con la agradable sorpresa de contar con una moderna por paciente compañía (3.000 km. de clásicos de rock-blues-jazz para una amante de lo electrónico exigen una abundante dosis de paciencia). Primera etapa del viaje: Nantes, ciudad natal del genial Julio Verne.

Tras 9 horas de viaje (unos 950km) y noche en Burdeos, llegamos al destino. Arrancamos con un paseo por el casco antiguo y una visita a la Catedral, donde destaca el espectacular conjunto escultural de la tumba de Francisco II, duque de Bretaña. A continuación, empezaría en la Pl. du Pilori una ruta paralela a la de las visitas turísticas: la gastronómica. El plato de introducción fue un Rougaille Saucisses, un guiso de salchichas en salsa picante de tomate y acompañada de arroz. Para hacer la digestión, una visita al Castillo de los Duques de Bretaña, sus jardines y las tiendas de los alrededores.


Luego empezó la búsqueda de la oficina postal para el aprovisionamiento de sellos. Finalmente resultó estar al lado de la torre LU, referente del skyline nantés, si es que tienen de eso. Previo café en la Pl. Royale y visita laica a la Iglesia de St. Nicolas, tocaba disfrutar de la zona comercial (zona r. Crebillón), de manera macroeconómica, eso sí. Dos fueron los puntos a resaltar: como aficionado a la fotografía, la tienda de YellowKorner, una idea genial de negocio con fotografías originales y numeradas a un precio bastante asequible. De la calidad de las fotos, ni hablamos. Y el segundo centro es el majestuoso Passage Pommeraye, monumento histórico, repleto de esculturas de estilo renacentista. La caminata de vuelta al coche nos permitió conocer un poco más esta ciudad, de la que nos íbamos con la sensación de estar en una ciudad muy agradable para vivir (búsquedas posteriores ratificarían esta sensación: una encuesta la declara "mejor ciudad para vivir de Europa") y a la que habría que volver para conocerla más en profundidad.


Antes de abandonarla definitivamente aun hubo tiempo de visitar en las afueras la Maison Radieuse, obra revolucionaria del maestro Le Corbusier. La vista nocturna de la ciudad de Nantes desde Trentemoult, zona de restaurantes a la orilla del Loira, pondría punto final a la jornada. Lugar de descanso, su hotel ETAP más cercano. ETAP Hoteles patrocina esta entrada... Ya podían, pero en un viaje sin reserva alguna por adelantado, una guía con todos los hoteles ETAP de Francia te soluciona la papeleta de una manera considerable.


Pequeña historia de un viaje

Resulta curioso como con el paso del tiempo cada vez vuelven con más fuerza las primeras impresiones que se almacenaron en nuestra cabeza, tal vez premonición de un porvenir donde el pasado remoto sea lo único que seamos capaz de evocar y donde la última conversación o la última comida no sean sino un borrón en la memoria.


Junto con flashes de los primeros momentos de escuela o de las primeras patadas, ya torcidas, al balón, me viene el recuerdo de una casa blanca, con dinteles de piedra alrededor de puertas y ventanas de un color aguamarina. De un patio empedrado, sombrío por la presencia de un enorme peral, de frutos a prueba de dientes de leche, e inundado por el fuerte aroma de una planta de ruda. De unas habitaciones en penumbra, con su olor a madera y alcanfor. De unas estanterías repletas de libros y un tocadisco, que destacaba por nuevo y del que salían los sonidos de viejos discos de Gardel y de Atahualpa Yupanqui - años después reproduciría mis primeros LPs (y los últimos). En la cocina, una pequeña figura trajinaba en una cocina de carbón, con diminutas ollas más propias de un juego de muñecas. Un personaje peculiar, que desentonaba con su entorno, como la pieza cuadrada que no encaja en el agujero redondo. Sea por sus modales pausados, por su deje porteño, con el apelativo ché rematando las frases. De aquella cocina me acuerdo especialmente de las meriendas, de las tostadas con mantequilla y azúcar y de los cafés solos, y de las botellas verdes de agua con gas Mondariz. Pero de entre todos los recuerdos, uno destaca por encima del resto. Un pequeño tesoro que llamaba mi atención todas las veces que visitaba aquella casa, apoyado en una mesita en el estrecho pasillo: una de esas bolas de nieve, que contenía lo que me parecía un pueblo con una iglesia en lo más alto. Disfrutaba como lo que era ocasionando temporales de nieve a los habitantes de aquella pobre aldea.



Poco tiempo después, reconocí la figura de ese pueblo en uno de los libros que mis padres habían comprado tiempo atrás, acerca de las maravillas del mundo, con lugares, monumentos y edificios famosos. Un par de fotos aéreas mostraban aquella aldea rodeada de agua hasta dejarla aislada de tierra firme y, en la segunda, sorprendentemente, situada en mitad de una playa cuyos confines quedaban fuera de los límites de la foto. ¿Qué era aquello? Como no, fantaseaba con visitar aquel lugar, cosa que se antojaba imposible en aquel momento.

Hoy, treinta años después, vivo en aquella casa y tenía un viaje que realizar...