Lisboa, bacalhau e saudade (II)


Por tudo isto te amo

No meu cante sempre chamo
O fado que é todo teu
É no tejo que eu me deito
Em lisboa é que eu me encontro
E me entrego neste canto

Lisboa, Amor e Saudade - Joana Amendoeira 

Viernes, 1 de Marzo

El viernes tocaba la visita a Belém. Con o tren, que me leva pola beira do Tejo, me leva me leva polo meu camiño. Y desde allí más camino, camino, a lo largo del precioso paseo fluvial, jalonado por el Padrão dos Descobrimentos y por la Torre de Belém. Viendo esta maravilla, uno se imagina una obra parecida (una fortaleza) diseñada en la actualidad por algún insigne arquitecto y a los soldados que la defienden comentando "el Calatrava este será muy fino cobrando, pero yo las paredes de cristal para parar cañonazos, sigo sin verlo..." Entre ambos y dado lo soleado de la mañana, hubo tiempo para un refrigerio en À Margem, disfrutando de su terraza a escasos metros del río.


Una vez más y por tercer día  consecutivo, el tiempo se nos echaba encima para la hora de la comida antes de que nos cerrasen todas las cocinas, así que decidimos coger un taxi que acortase los 1,3 km (15 min. a pie) que nos separaban del restaurante Rosa dos Mares. Y lo hizo, dejándolo en 10 km y 15 min en coche. ¿Pero y la historia del taxi y sus 2.5 millones de kilómetros, qué? De la comida poco que decir, aparte de que el bacalao al estilo de la casa estaba bueno y que para el arroz con marisco abusaron muy mucho del cilantro. No obstante, lo mejor del almuerzo nos esperaba a 50 metros: los sabrosos pastéis de Belém de la Antiga Confeitaria. Calentitos y crujientes. Con ese sabor a manteca en el hojaldre que casi sientes el colesterol taponándote las arterias. En un local con salas y salas y más salas, recubiertas de los típicos azulejos azules y blancos. Según el camarero su producción es de unos 21.000 pasteles al día. Las emprendedoras mentes mariñanas comenzaron a maquinar un negocio import-export que nos permitiese desayunar los dulces todos los días (y sacar un dinerín, claro).



Después de la gastronomía, la cultura. Apenas unos metros más allá se alza el Monasterio de los Jerónimos, de estilo manuelino y donde tienes la impresión de que el tal Manuel debía de andar muy sobrado de escudos o los pedreros se aburrían mucho. Porque uno queda boquiabierto ante la cantidad de detalles que decoran cada piedra del edificio y la elegancia de sus arcos. A destacar también la tumba de Vasco de Gama que se encuentra dentro de la iglesia. No había tiempo (bueno, ganas) para más, así que nos dirigimos a la estación. Y no tren pouco a pouco volto a miña Lisboa.






Estrenamos la tarde-noche con otro gran éxito con el sector del taxi lisboeta. Un pequeño-gran atasco que duraría hasta nuestro destino en Bairro Alto. Atascos que parecen ser una constante en las vías principales de esa zona a lo largo del fin de semana. El azar nos hizo entrar en el Wine Lover, un restaurante-vinoteca con un cierto atractivo. Atractivo que se olvidaba en cuanto escuchabas a la parejita que amenizaba la velada y que me recordaban a mí mismo cuando me vengo arriba en un karaoke. Polución acústica, vamos. Escapamos del "ruido" para pasar de nuevo por The Old Pharmacy y poder agradecerle a Rafael el consejo del día anterior y que nos recomendase (acertadamente) otro vino. Para la cena dejamos los menús más clásicos y nos fuimos a disfrutar de las "moderneces" del Oficinado do Duque. De lo que me tocó probar, muy buenas las minihamburguesas de chocos y terneras (pelín pasadas de sal, eso sí) y el Sarrajao con puré de raíces y soja perfumada. Tanto en la versión portuguesa  como en la inglesa (Atlantic Mackerel), sonaba muy bien. Cuando me enteré más tarde que fue caballa lo que cené, la cosa perdió un poco de exotismo. Aparte de esto, los mousse de chocolate con aceite de oliva, burriquín y cuscús, rabo de buey de toro, novilho bravo... pasaron en general con buena nota. Finalmente ni un buen Gintonic en el el Pensão Amor pudo evitar las persianas semientornadas y el estómago como una hormigonera en centrifugado. Así que vuelta al hotel y mañana más. Mientras los mariñanes presentes seguía glosando las bondades del hielo de las copas, hielo porque me faltan tus ojos, hielo porque me falta tu boca. Y aquí acaba el diario por ese día. Que de la noche del resto de la expedición no hay registro por escrito (y por suerte).


Sábado, 2 de Marzo

Último día y aún nos quedaban tantas y tantas cosas por visitar. Por ejemplo, subirnos al tranvía 28 para hacer un recorrido turístico por el centro de la ciudad. A falta de recorrido, recorrido y medio: lo cogimos en  la plaza Luís de Camões, pero en sentido equivocado. Así que en vez de ir al centro, nos alejó de allí. Habría quedado todo en una anécdota si no llega a ser por el automóvil que bloqueaba el paso del tranvía cuando daba la vuelta y por la bandada de cotorras españolas que taladraban el cerebelo glosando sus (desgraciadas) vidas al resto del pasaje. Con la cabeza como un bombo nos apeamos en el barrio de Alfama, para disfrutar las vistas desde sus miradores y sus desvencijadas callejuelas ("mira, aquí hay rooms-chambres y cochambres").



Tras un nuevo plato de bacalao en Lautasco (situado en un bonito patio, pero poco más reseñable) y el Clásico futbolero, última etapa de turisteo: la Iglesia de Graça con el mirador homónimo y el Castillo de San Jorge y calles adyacentes. Y vuelta a los pastéis. Esta vez en otro de los clásicos pasteleros de Lisboa: la Confetaria Nacional. Un sitio con mucho encanto y unos pasteles ricos, ricos. Dirigiéndonos al metro tuvimos un encuentro casual con algo que estaba en la agenda pero que nos habíamos saltado por razones de tiempo (o de prisas, que no es lo mismo). El famoso Elevador de Santa Justa, un espectacular ascensor de estilo neogótico.


Ya en la noche volvimos a despedirnos de The Old Pharmacy no sin antes encontrar una de esas pequeñas joyas semi-escondidas como su nombre indica. El Lost In. Un encantador bar con vistas sobre la ciudad (y sobre tejados llenos de boquetes, todo hay que decirlo). Y para cenar, una turistada: la Cervejeria Trindade. El local precioso. La comida (en mi caso bacalao desmigado con broa de maíz), correcta. Los mariscos que nos presentaron no resultaron nada apetecibles (cómilo-tu style, for cazurros only). Para acabar, estuvo complicado arrimarse a ningún bar en la zona de Cais de Sodrés. Se notaba que era sábado. Pese a las reticencias para esperar una cola de cuatro personas a la puerta del local bajo un puente, entramos en el MusicBox. Sin enterarnos de que había un concierto de funky con la Cais Sodré Funk Connection. ¡Genial cierre de periplo lisboeta!


Con todo, nos dejamos muchas cosas en el debe. Pero, si no, ¿qué vamos a hacer en la próxima visita?


1 comentarios:

asinex dijo...

Atrayente descripción donde las haya!! I Love Lisboa!!

7 de marzo de 2013, 12:00